Olga B. Zorrilla
El sol, cada mañana, hendía el cielo y entibiaba el alma hasta tardíos anocheceres, en que la peonada, junto al fogón, compartiendo el chipa cuerito, relataba vivencias que, con una pizca de imaginación impresionaba al más sagaz de los presentes.

Aquella noche, don Rosendo, quien acostumbraba contar siempre su temerario encuentro con el pombero, y que, según él, no era tan terrible como muchos afirmaban; esa noche contó algo diferente que a todos dejó boquiabiertos.

Dice que en la casa de doña Atanasia, cuyo gran patio con árboles frutales, contaba con un tronco seco de gran tamaño, sucedía algo muy extraño en las noches de luna llena. Claro, esas eran noches de cuidado porque la naturaleza establecía una alianza especial con cuanta cosa rara rondara las mentes de los pobladores.

El tronco en cuestión –decía don Rosendo- no llama la atención a nadie, pero nadie procura alzarlo porque ¡es más pesado!. Esa expresión, decía a las claras cuan pesado era aquel tronco, sin siguiera completar la supuesta comparación.

Doña Atanasia le encargaba siempre a la Leonora que no saliera por nada del mundo a la madrugada al patio, y si de noche tenía que hacer alguna “curación” fuera de la casa, que no volviera tarde -contaba don Rosendo. -¿Sabés Leonora? -le explicaba doña Atanasia a su hija, -los barcos que van llegando a nuestras costas están trayendo mucho gringaje para este lado y, según parece, la sangre de los gringuitos que se van criando entre el paisanaje, estira para las Europas. -¿y eso qué mamá?, si la sangre tira para el pago de uno,es como un payé, no se puede hacer nada para “cortar”...

¿y si salgo al patio de noche qué?... –ese es el entripado Leonora- decía doña Atanasia. –Hay un rubio chiquito que se empacó en el tronco seco del patio, ese que nunca lo pudimos mover de lugar, ¿sabés?. De día no se lo ve, pero de madrugada sale disparando del tronco como Dios lo mandó al mundo, hasta sus pisaditas quedan marcadas en la tierra de ida y de vuelta, porque dicen que llega a la barranca, a orillas del río, como queriendo embarcarse, y al no poder vuelve apurado a desaparecer en el tronco seco.

Lo que podemos hacer -dijo Leonora, que siempre le buscaba solución a todo problema de salud, trabajo, amores y otras yerbas, -es esperar la próxima luna llena y dejarle a mano un botecito en la ribera para que cumpla su deseo de volver a su pago. –La idea no está nada mal- dijo entusiasmada doña Atanasia, sin tener idea de la distancia que mediaba entre Formosa y Europa.

Y así lo hicieron. Lo que nunca imaginaron es que, como “tira el caballo adelante y alma tira
pa’atrás” el gringuito luchaba con su deseo de irse y el anhelo de quedarse después de tanto
tiempo, en esta bendita tierra formoseña.


 

En la madrugada del martes -contaba don Rosendo, -la Leonora se sentó en la barranca, cerquita nomás de su rancho; dice que era una noche como pocas la de esa noche... La luna llena desperdiciaba encanto, tan redonda y grande como nunca, me parece que hasta se podía acariciar al burrito de San José, bien orejudo se lo veía. Doña Atanasia prefirió quedarse en el rancho, espiando por la ventana, así veía la salida del gringuito del viejo tronco.

Esa noche fue larga la espera. –continuó don Rosendo ante la mirada inquisidora de los oyentes. –Las horas parecían pasar más lentas que nunca, pero valió la pena... De pronto, como si un rayo de luna plateara con más fuerza el misterio del patio, salió a toda carrera el gurisito rubio rumbo a la barranca. -¡Ave María Purísima! -exclamó doña Atanasia y, santiguándose se derrumbó en su catre ya sin poder aguantar el sueño.

Corajuda la Leonora, seguía esperando, porque desentrañar entuertos era lo que le hacía linda la vida... y ahí llegaba el gringuito... de un saldo estuvo en la canoa, que ahora también se vestía de plata, tocó los remos como acariciándolos, los movió suavemente... y, el río Paraguay, con una brisa también de plata, empezó a desprender brillos, como si todas las estrellas del cielo de Formosa, hubiesen anidado en él, en tierna complicidad con el gringuito.

Entre brillo y brillo, el rubio chiquito desapareció con canoa y todo; y la Leonora, con una sonrisa de alivio volvió lentamente a su rancho, pensando que era lindo el gringuito, que, a lo mejor lo extrañarían, aunque su madre estaría más tranquila ahora que el viejo tronco ya no sería más que eso: un viejo tronco.

Doña Atanasia, -seguía contando don Rosendo, -estaba en el quinto sueño cuando la Leonora le tocó y le dijo -ya se fue, podemos quedarnos tranquilas. -¡Mentira!- exclamó doña Atanasia con los ojos brillantes y dilatados -¡en sueños lo he visto!, bajó de un fuerte rayo de luna y, con una amplia sonrisa volvió a desaparecer en el tronco de donde salió.

Eso fue un sueño, yo lo vio partir, ¿cómo dijiste que fue la luz? -inquirió Leonora algo asustada. –Plateada, como de luna ... –contestó doña Atanasia, -¡ah!, -dijo Leonora y, harta del asunto, se quedó profundamente dormida. –No había pasado mucho tiempo, cuando sintió una suabe manita sobre su brazo derecho. Dicen que hasta se imaginó de quien se trataba, porque una fresca luz plateada iluminaba en ese momento su humilde habitación.

Giró la cabeza lentamente y lo vió, hermoso y sonriente, sus claros hojos sonreían también. La Leonora juraba que el gringuito estaba muy agradecido, pero que en su viejo tronco se quedó para siempre. Ahora se mueve con más confianza y no solamente se lo puede ver en el patio, sino en cualquier parte del rancho, siempre que sea a la madrugada, y en noches de luna llena.

Doña Atanasia y Leonora se consuelan diciendo -¡y bueno, es un gringuito más que se quiso quedar en Formosa! -terminó contando don Rosendo, cuando más de uno de los presentes pensaba no pasar más frente al rancho de las dos mujeres, ni por todo el oro del mundo.-

10 -Diciembre - Noviembre de 2005
 
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