Margarita Diez
 

Pasaron varios minutos hasta que benigna, mi amiga la chipera, terminaba de enjugarse las lágrimas con un gran pañuelo en el que, un corazón y la letra R, parecían retozar entre florecillas multicolores. Después de un largo y resignado suspiro, se quedó en nostálgica postura.

Inesperadamente, sacó del bolsillo de su delantal una pequeña tijera y se dedicó a recortar, en un casi perfecto cuadrado, la punta del pañuelo donde el corazón y las florecillas habían convivido armoniosamente durante muchos años, amparados por la letra R.

La circunstancia quiso que, desde ese momento, pasaran a integrar un mundo de hojas a las que, el otoño, también les había dado el mismo destino: las veredas de la ciudad. Finalizando el preludio de lágrimas y tijera y con esa serena resignación que, casi siempre sucede a un rapto emocional, me contó que su marido se había ido, dejándola con tres hijos y un rancho a medio pagar.

La nostalgia se apoderó nuevamente de su espíritu y se remontó a tiempos atrás cuando, en su lejano pueblo natal, su madre le había confeccionado a mano el vestido de novia y un ramito de azahar y jazmines de papel crepe. De cómo su abuela paterna y su tía María, le prepararon el ajuar de humilde novia de pueblo; con lienzo lavado y puesto a blanquear al sol, adornado con hilos de brillantes colores y randas de ñandutí. Todo lo cual fue cuidadosamente acomodado en un gran baúl de madera y cuero que, por generaciones, había pertenecido a la familia.

El futuro marido, aportaba a la humilde dote de Benigna, la firme promesa de un trabajo de albañil, en un barrio de nuevas viviendas que estaba construyendo el gobierno de la provincia. Durante un tiempo, todo les fue bien. El marido tenía trabajo fijo y en esa seguridad económica tuvieron los tres hijos. Después sucedieron cosas, y Ramón perdió su empleo
.
Un “políticolento” (según la expresión de Benigna), que anduvo por el barrio prometió ocuparse del asunto pero, la mano vino mal. La mujer tuvo entonces que afrontar la situación y decidió hacer chipas para vender. Benigna había heredado de sus mayores, esos conocimientos elementales y prácticos que, por instinto, afloran en los momentos difíciles: hacía unas chipas que eran la admiración de comadres y vecinas.
Alentada por el éxito obtenido con su pequeña industria, decidió salir del ámbito del barrio, para ubicarse con un gran canasto, en una esquina céntrica de la ciudad.

Desde que Ramón perdió su empleo, no hacía otra cosa que no fuera tomar tereré todo el día y lanzar sapos y culebras, contra el gobierno, políticos y afines. Cuando el negocio se amplió, terminó por ceder a los ruegos de su mujer y se encargó de cortar la leña y encender el fuego en el horno de barro. Fueron pasando los días sin que la familia tuviera mayores problemas.

 


Pero, desde aquella vez, que Ramón le manifestara que dormiría solo, en el catre que tenían reservado para los huéspedes en el galponcito del fondo; porque quería “desparramarse má mejor” para dormir, recién Benigna cayó en la cuenta que, desde hacía un tiempo, andaba medio tristón y retobado. Pensó que le pasaría y no le llevó el apunte.

Así estaban las cosas…; hasta que una tarde, al volver la mujer se su trabajo, no encontró a su marido en la casa. Se había ido sin rumbo fijo, a juzgar por la esquela que dejó sobre la mesa y que tan trabajosamente deletreó Benigna. Al contarle a su comadre Juana la ingrata novedad, ésta le aconsejó que “enseguidita nomá”, fuera a hacer la denuncia correspondiente y que después irían a la payesera porque, seguramente que a Ramón lo “engualichó” alguna “mitá cuña” de minifalda.

Una vecina, le comentó que una vez escuchó por la radio, algo relacionado con el divorcio y que ella llevaba las de ganar, si tenía un papel firmado por el comisario de la policía del lugar; donde constara que su marido había hecho abandono del hogar. Muchos consejos y sugerencias recibió de todas partes la acongojada Benigna. Como era una mujer sencilla, le pareció que, a pesar de la buena intensión de comadres y vecinas, todo estaba ya complicándose demasiado.

Optó por lo que, según su criterio, correspondía hacer. No hallaba la razón por la cual debía denunciar a Ramón por abandono del hogar: él, había cumplido al avisarle que se iba. No la abandonó; simplemente, se fue. Tampoco era correcto que lo demandara por alimentos para sus hijos porque, de eso, hacía tiempo que ella se ocupaba, con la venta de chipas.

Dio por terminado el asunto en los estrados de su propia conciencia y según su personal y práctica manera de legislar: imprimió al caso un rápido trámite final, uniéndose de una tijera, con la cual confeccionó un sello. Cuadrado con un corazón y la letra R, que reemplazó al consabido “Tomado conocimiento, Archívese”.

 
   
   
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-Mayo de 2005

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