Pedro G. Echeverría

La pordiosera deambulaba tambaleante por el centro de Formosa, mendigando a los que se le cruzaban:

-"Che amorcito........dame pues una monedita! ".

Descalza y mugrienta; vestida con harapos. Flaca, con las piernas tapadas de varices; abdomen prominente. Pelo gris, sucio y ensortijado; el rostro surcado por mil arrugas. Tenía poco más de cuarenta años y parecía una anciana.

Destruida por el alcohol, era la trágica imagen de la miseria humana. Los chicos que la encontraban por la calle se burlaban de ella con crueldad:

-"¡Amorcito ca-ú !........¡Amorcito ca-ú !". Así pasaba sus días la desdichada mujer, hasta que un ardiente mediodía de sol a pique, parada en España y Rivadavia, sintió que sus sienes explotaban y se derrumbó en la vereda. Las horribles varices que deformaban sus piernas empezaron a sangrar profusamente.

Allí quedó, ya sin vida, Amorcito Ca-ú, en un charco de sangre que lentamente empezó a deslizarse hacia la calle , por las canaletas de los mosaicos vainilla. Por un momento se agolparon los curiosos de siempre. Hasta que una empleada del Hotel Palace cruzó la calle. y en un acto de piedad, la tapó con una manta. Al rato vinieron los de la Municipalidad y se llevaron el cuerpo. Enseguida todo volvió a la normalidad. Solo quedó como mudo testigo la mancha de sangre en la vereda.

Atardecía en Formosa. El cielo del oeste se iba tiñendo lentamente de una tonalidad rojiza, anunciando calor y seca. La estación del ferrocarril estaba llena de gente. De pronto la vieja locomotora apareció en el horizonte resoplando vapor y en unos instantes con un chirriar de hierros anunció que había llegado a destino.

Flora Esquivel bajó
del tren de la mano de su madrina. Tenía once años, pero su apariencia no daba para más de ocho. Flaca, rodillas grandes, pelo rizado y pajizo. Apretaba contra su cuerpo un atado hecho con un pañuelo viejo, con unas pocas ropitas como todo equipaje. Parada en la Estación de trenes, le parecía estar en otro mundo. Nunca había salido de su rancho, allá en las afueras de Pozo del Tigre .

No habían podido mandarla a la escuela; y su vida se redujo a cuidar a sus hermanitos, recoger verduras en la chacra y lavar ropa y cacharros. Su madre, ante la imposibilidad de criar tantos hijos, había arreglado a través de su comadre, mandarla a vivir con una familia de la capital. Le darían alojamiento, comida e instrucción. A cambio tendría que cuidar los niños de la casa y ocuparse de las tareas domésticas.

Sus patrones le dieron una piecita al fondo de la casa. Esa noche casi no durmió. Sola, y encerrada, lloró su angustia de niña, y el dolor de haberse separado -quizá para siempre- de su familia y sus afectos.

El nuevo amanecer la encontró en una cama limpia, para ella sola; y un humeante y sabroso cocido con leche y galleta que la hizo reanimar. Le dieron ropas nuevas y le enseñaron sus tareas.

Pronto empezó la escuela, y poco a poco fue olvi-dando las nostalgias de la vida anterior. Se fue adap-tando a la nueva vida, y a pesar que trabajaba de sol a sol, se sentía casi feliz. La alimentación, la higiene y la actividad hicieron que su aspecto fuera cambiando: engordó, su pelo se volvió más suave, y su piel más tersa. Al cabo de unos pocos años, al cumplir los quince, ya era una esbelta y hermosa niña-mujer.

Los chicos de la escuela y del barrio, empezaron a mirarla; pero ella no se interesaba por nadie.

Hasta que llegó a su vida un muchacho bastante ma-yor que ella, venido de Alberdi, la buscaba a la salida de la escuela y la acompañaba hasta la casa. Poco a poco fue ganando su corazón, hasta lograr que la niña-mujer, se entregara con intensidad al amor y la pasión.

No pasó mucho tiempo; el muchacho, se la llevó a vivir con él. Tenía un rancho en Mundo Apua, cerca del puente Maroma. De nada sirvieron los ruegos de los patrones. Ingenua y sin experiencia, estaba ciega de amor, y no escuchó razón alguna.

Al principio todo fue felicidad.
El alberdeño iba y venía; sin contarle qué hacía para traer el dinero, pero no le dió importancia porque tenía todo lo que necesitaba.

Una mañana sintió dolores de estómago, mareos y nauseas. Cruzó a ver a su vecina para contarle sus síntomas. La mujer la abrazó sonriente:

-"Pero si vos estas preñada che membui!".

Ya latía en sus entrañas un nuevo ser. Esperó ansiosa la llegada de su compañero, y al contarle alborozada y feliz la novedad, este pareció no compartir sus sentimientos.

 

A partir de allí sus ausencias fueron más prolongadas, hasta que un día, sin decirle nada, no volvió mas. Flora sintió cruelmente el desengaño y el dolor, pero al mismo tiempo, ese hijo que crecía en su vientre, le daba esperanzas de que no quedaría sola en la vida.

Trabajó en lo que pudo, hasta que al cabo de unos meses, le llegó el momento de parir. Entre los vecinos la ayudaron; y al rato ya tenía en sus brazos un varon-cito que gritaba con fuerza su llegada al mundo.

A partir de allí, su vida fue para ese pequeño ángel, al que le volcó todo su amor. Empezó a trabajar en el Mer-cadito como revendedora, pero siempre con el mitaí a su lado, cuidándolo y viéndolo crecer.

Una madrugada
de invierno, cuando el niño estaba próximo a cumplir dos años, despertó sobresaltada. Sintió en su cuna quejidos y sollozos entrecortados, y al tocarlo notó que ardía de fiebre. Lo envolvió en una manta y corrió desesperada hasta la Asistencia en bus-ca de ayuda.

-"Madre, tenés que dejarlo a tu hijito. Esta grave y el Doctor quiere internarlo". Le explicó la enfermera.

Flora pasó dos días y sus noches, al lado del pequeño. Al tercer día le dijeron que tenía que esperar en el pasillo.... Agotada, estaba dormitando sentada en un banco, cuando la enfermera la toco suavemente, y le dio la peor noticia:

-"Madrecita...... tenés que ser fuerte... Tu nene estaba muy mal y no pudo aguantar."

Flora Esquivel
se sintió morir. Sintió que el mundo se derrumbaba sobre ella. Le habían arrebatado lo único que tenía. Ese ser que amaba con toda su alma y que era su única esperanza. No sabe cuanto tiempo estuvo sentada en el piso del pasillo de la Asistencia.

Después caminó
como una autómata sin rumbo por la ciudad, sin ver ni escuchar a nadie. Apareció recién a la noche por la casa de sus vecinos. Le alcanzaron un vaso de vino, pensando que la ayudaría a reanimarse. A la mañana había acabado con la botella.

A partir de allí, su vida empezó lentamente a desba-rrancarse. No había cumplido todavía los veinte años; y empezó a buscar en el alcohol, el olvido a tantas cosas que le ocurrieron en su corta y desgraciada existencia.

-"Tenés que hacer algo Flora, no podés seguir así". Intentó ayudarla la vecina.

Volvió al Mercadito
, pero ya no era la misma persona. Un día le sugirieron:

-"Andá vele a Doña Rubi, allá en el Bajo Náutico. Ella tiene trabajo para las chicas jovencitas como vos."

Con la prostitución, su derrumbe se aceleró. Trabajó primero en Formosa, y después deambuló años por burdeles de Asunción, Puerto Stroessner y otros luga-res del Paraguay, siempre con el alcohol como único consuelo y compañía.

Terminó en un
prostíbulo de mala muerte en Corrien-tes. Y cuando su cuerpo no dio más, la tiraron a la calle. Con lo poco que le quedaba se volvió a Formosa. Pero allí ya no tenía a nadie. Ni siquiera la recibieron en el Bajo. Se metió en los vagones que estaban abandonados frente a la toma de Obras Sanitarias.

En la recta final de su miserable existencia, empezó a comer lo que le daban las personas piadosas y a deam-bular por las calles mendigando, cambiando por alco-hol cada moneda que conseguía.

-"¡ Che amorcito !.... dame una monedita!".

   
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-Octubre de 2005

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