La
pordiosera deambulaba tambaleante por el centro de Formosa,
mendigando a los que se le cruzaban:
-"Che amorcito........dame pues una monedita!
".
Descalza y mugrienta; vestida con harapos. Flaca,
con las piernas tapadas de varices; abdomen prominente. Pelo gris,
sucio y ensortijado; el rostro surcado por mil arrugas. Tenía
poco más de cuarenta años y parecía una anciana.
Destruida por el alcohol, era la trágica
imagen de la miseria humana. Los chicos que la encontraban por
la calle se burlaban de ella con crueldad:
-"¡Amorcito ca-ú !........¡Amorcito
ca-ú !". Así pasaba sus días la desdichada
mujer, hasta que un ardiente mediodía de sol a pique, parada
en España y Rivadavia, sintió que sus sienes explotaban
y se derrumbó en la vereda. Las horribles varices que deformaban
sus piernas empezaron a sangrar profusamente.
Allí quedó, ya sin vida, Amorcito
Ca-ú, en un charco de sangre que lentamente empezó
a deslizarse hacia la calle , por las canaletas de los mosaicos
vainilla. Por un momento se agolparon los curiosos de siempre.
Hasta que una empleada del Hotel Palace cruzó la calle.
y en un acto de piedad, la tapó con una manta. Al rato
vinieron los de la Municipalidad y se llevaron el cuerpo. Enseguida
todo volvió a la normalidad. Solo quedó como mudo
testigo la mancha de sangre en la vereda.
Atardecía
en Formosa. El cielo del oeste se iba tiñendo
lentamente de una tonalidad rojiza, anunciando calor y seca. La
estación del ferrocarril estaba llena de gente. De pronto
la vieja locomotora apareció en el horizonte resoplando
vapor y en unos instantes con un chirriar de hierros anunció
que había llegado a destino.
Flora Esquivel bajó del tren de la mano de su
madrina. Tenía once años, pero su apariencia no
daba para más de ocho. Flaca, rodillas grandes, pelo rizado
y pajizo. Apretaba contra su cuerpo un atado hecho con un pañuelo
viejo, con unas pocas ropitas como todo equipaje. Parada en la
Estación de trenes, le parecía estar en otro mundo.
Nunca había salido de su rancho, allá en las afueras
de Pozo del Tigre .
No
habían podido mandarla a la escuela; y su vida
se redujo a cuidar a sus hermanitos, recoger verduras en la chacra
y lavar ropa y cacharros. Su madre, ante la imposibilidad de criar
tantos hijos, había arreglado a través de su comadre,
mandarla a vivir con una familia de la capital. Le darían
alojamiento, comida e instrucción. A cambio tendría
que cuidar los niños de la casa y ocuparse de las tareas
domésticas.
Sus patrones le dieron una piecita al fondo de
la casa. Esa noche casi no durmió. Sola, y encerrada, lloró
su angustia de niña, y el dolor de haberse separado -quizá
para siempre- de su familia y sus afectos.
El
nuevo amanecer la encontró en una cama limpia,
para ella sola; y un humeante y sabroso cocido con leche y galleta
que la hizo reanimar. Le dieron ropas nuevas y le enseñaron
sus tareas.
Pronto empezó la escuela, y poco a poco
fue olvi-dando las nostalgias de la vida anterior. Se fue adap-tando
a la nueva vida, y a pesar que trabajaba de sol a sol, se sentía
casi feliz. La alimentación, la higiene y la actividad
hicieron que su aspecto fuera cambiando: engordó, su pelo
se volvió más suave, y su piel más tersa.
Al cabo de unos pocos años, al cumplir los quince, ya era
una esbelta y hermosa niña-mujer.
Los chicos de la escuela y del barrio, empezaron
a mirarla; pero ella no se interesaba por nadie.
Hasta que llegó a su vida un muchacho
bastante ma-yor que ella, venido de Alberdi, la buscaba a la salida
de la escuela y la acompañaba hasta la casa. Poco a poco
fue ganando su corazón, hasta lograr que la niña-mujer,
se entregara con intensidad al amor y la pasión.
No pasó mucho tiempo; el muchacho, se
la llevó a vivir con él. Tenía un rancho
en Mundo Apua, cerca del puente Maroma. De nada sirvieron los
ruegos de los patrones. Ingenua y sin experiencia, estaba ciega
de amor, y no escuchó razón alguna.
Al principio todo fue felicidad. El alberdeño
iba y venía; sin contarle qué hacía para
traer el dinero, pero no le dió importancia porque tenía
todo lo que necesitaba.
Una mañana sintió dolores de estómago,
mareos y nauseas. Cruzó a ver a su vecina para contarle
sus síntomas. La mujer la abrazó sonriente:
-"Pero
si vos estas preñada che membui!".
Ya
latía en sus entrañas un nuevo ser. Esperó
ansiosa la llegada de su compañero, y al contarle alborozada
y feliz la novedad, este pareció no compartir sus sentimientos.
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A
partir de allí sus ausencias fueron más
prolongadas, hasta que un día, sin decirle nada, no volvió
mas. Flora sintió cruelmente el desengaño y el dolor,
pero al mismo tiempo, ese hijo que crecía en su vientre,
le daba esperanzas de que no quedaría sola en la vida.
Trabajó
en lo que pudo, hasta que al cabo de unos meses, le llegó
el momento de parir. Entre los vecinos la ayudaron; y al rato
ya tenía en sus brazos un varon-cito que gritaba con fuerza
su llegada al mundo.
A partir de allí, su vida fue para ese
pequeño ángel, al que le volcó todo su amor.
Empezó a trabajar en el Mer-cadito como revendedora, pero
siempre con el mitaí a su lado, cuidándolo y viéndolo
crecer.
Una madrugada de invierno, cuando el niño estaba
próximo a cumplir dos años, despertó sobresaltada.
Sintió en su cuna quejidos y sollozos entrecortados, y
al tocarlo notó que ardía de fiebre. Lo envolvió
en una manta y corrió desesperada hasta la Asistencia en
bus-ca de ayuda.
-"Madre, tenés que dejarlo a tu hijito.
Esta grave y el Doctor quiere internarlo". Le explicó
la enfermera.
Flora pasó dos días y sus noches,
al lado del pequeño. Al tercer día le dijeron que
tenía que esperar en el pasillo.... Agotada, estaba dormitando
sentada en un banco, cuando la enfermera la toco suavemente, y
le dio la peor noticia:
-"Madrecita...... tenés que ser fuerte...
Tu nene estaba muy mal y no pudo aguantar."
Flora Esquivel se sintió morir. Sintió
que el mundo se derrumbaba sobre ella. Le habían arrebatado
lo único que tenía. Ese ser que amaba con toda su
alma y que era su única esperanza. No sabe cuanto tiempo
estuvo sentada en el piso del pasillo de la Asistencia.
Después caminó como una autómata
sin rumbo por la ciudad, sin ver ni escuchar a nadie. Apareció
recién a la noche por la casa de sus vecinos. Le alcanzaron
un vaso de vino, pensando que la ayudaría a reanimarse.
A la mañana había acabado con la botella.
A partir de allí, su vida empezó
lentamente a desba-rrancarse. No había cumplido todavía
los veinte años; y empezó a buscar en el alcohol,
el olvido a tantas cosas que le ocurrieron en su corta y desgraciada
existencia.
-"Tenés que hacer algo Flora, no
podés seguir así". Intentó ayudarla
la vecina.
Volvió al Mercadito, pero ya no era la misma persona.
Un día le sugirieron:
-"Andá vele a Doña Rubi, allá
en el Bajo Náutico. Ella tiene trabajo para las chicas
jovencitas como vos."
Con la prostitución, su derrumbe se aceleró.
Trabajó primero en Formosa, y después deambuló
años por burdeles de Asunción, Puerto Stroessner
y otros luga-res del Paraguay, siempre con el alcohol como único
consuelo y compañía.
Terminó en un prostíbulo de mala muerte
en Corrien-tes. Y cuando su cuerpo no dio más, la tiraron
a la calle. Con lo poco que le quedaba se volvió a Formosa.
Pero allí ya no tenía a nadie. Ni siquiera la recibieron
en el Bajo. Se metió en los vagones que estaban abandonados
frente a la toma de Obras Sanitarias.
En la recta final de su miserable existencia,
empezó a comer lo que le daban las personas piadosas y
a deam-bular por las calles mendigando, cambiando por alco-hol
cada moneda que conseguía.
-"¡ Che amorcito !.... dame una monedita!".
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