Tomas Caballero

Debajo de un deslucido, añoso y sufrido olivo estaba Maximinsky con una pértiga en la mano jugueteando con la tierra que trataba de recuperarse del crudo invierno de su Kietov natal, allá en Europa. Más preciso en Polonia.

Era aún un párvulo, sólo que su envergadura física no decía lo mismo. Siendo niño todos exigían de él un actuar de adulto. Con apenas quince años ya medía un metro noventa y cinco. No hallaba calzado que pudiera proteger sus enormes pies que seguían creciendo. A veces se miraba y se preguntaba:

-¿Hasta cuándo seguirás creciendo?

Kietov era una gran campiña. Maximinsky cumplía la función de pastor de ovejas. Realizando esa tarea tenía suficiente tiempo para dedicar sus mejores fantasías a la hija del puestero vecino -Rosita.
Su mejor amigo era Lucaty y juntos asistían a la escuela.

Maximinsky crecía cada día más y más, su columna vertebral no podía soportar semejante tamaño de huesos y comenzó a encorvarse. Su cabeza era enorme, comparada con la de los demás, pero armónica con su cuerpo. Los brazos largos culminaban en sendas manotas.

Para sostener toda esa humanidad requería una fortalecida base, quizás por eso fue dotado de dos enormes pies con los que se desplazaba con lentitud. Se movía como pidiendo permiso un pié a otro hamacándose en forma imperceptible. Tal vez su enorme desproporción con los chicos de su edad y con la población en general ha hecho que Maximinsky sea muy introvertido, silencioso y tímido.

En su silencio bullían palabras tiernas, a veces pensamientos lujuriosos para su inigualable Rosita. Todos sus planes incluían a la rubia fascinación de su corazón. Jamás se atrevió a expresarle con palabras lo que sentía por ella, no pudo revelarle que en la soledad del campo había hecho una promesa, una entrega y que estaba dispuesto a realizarla aunque eso le costara la vida. El pertenecía desde ese instante a ella y a nadie más.

Rosita estaba convencida de que él le correspondía como sabía que ella era nada más que de ese joven-gran hombre. Gozaba con verlo caminar lento y se sabía en el paraíso cuando le regalaba su inocente sonrisa de mancebo enamorado. Los separaba nada más que la inmanejable timidez de él.

Lucaty era jovial, buen mozo, entrador, orgulloso, vanidoso, de buen pasar económico, siempre obsequiaba una frase halagadora. Fue introduciéndose en la mente de Rosita pero no en su corazón. Sus diálogos eran cada vez más frecuentes, la inexperta dama creía de esa manera estimular y despertar el adormilado coraje de su verdadero amor.

- Tal vez así se anima y se decide- pensaba.

Maximinsky mutó sus sentimientos y un odio feroz invadía el espacio reservado a su mejor amigo.
La guerra era inminente, la invasión a Polonia inevitable. Comenzaron los éxodos, en especial de las personas pacíficas. Se vivía una locura colectiva. Prevalecía por sobre todos los valores el instinto de conservación.

Rosita y Lucaty deciden unirse y huir en busca de un destino feliz. En el primer barco que amarró en puerto se introdujeron de polizón hacia las Américas. Maximinsky lloró la ausencia repentina de su amor. Se torturaba por su cobardía. Odiaba no haber tenido el valor suficiente para retener a su lado a la única motivación de su existencia.

Soñaba con ella, a veces la veía sufrir, llorar por el maltrato del ocasional compañero, estaba convencido que si huyó con Lucaty fue nada más para salvar su pellejo. Razonando así se consolaba. Muchas veces pensó que no tenía sentido continuar por la vida.

 

 

Cuando las tropas enemigas comenzaron la invasión pudo hacer lo suyo y junto a otros pacíficos de Kietov huyeron también hacia las Américas. Para suerte de Maximinsky sus ocasionales acompañantes conocían el paradero de la pareja que zarparon hacía ya un tiempo.

En un verano ardiente llegan a Gran Guardia, donde su ex amigo y su ingrata amada se habían instalado. Halló allí muchos polacos, ucranianos y rusos con los que trató entablar alguna relación. El primer domingo, en ocasión de participar del culto religioso, clavó sus pupilas color del tiempo en las celestes de su primer y único amor.

Ella con discreción correspondió a su mirada y saludó con un brillo especial en sus ojos, a la vez que hojeaba sin atención las páginas de la Biblia, sin comprender lo que allí estaban escritos.
Lucaty en cambio lo desconocía. Lo ignoraba.

Pasó el tiempo y Maximinsky ahora “Máximo el de los grandes pies”, “Máximo p’y guasú” se recluyó en el monte extrayendo del mismo los mejores y mayores troncos de quebracho colorado para la fábrica de tanino. No lo detenía, ni el mal tiempo ni la falta de caminos. Con su alzaprima se lo veía silencioso salir del monte como una sombra errante, sumido en su mutismo acercando el preciado tesoro rojo.

Por las noches colgadas al hombro una larga cuerda de yute, se instalaba orillas de los esteros. Los cueros de yacaré ofrecidos por el enigmático hombre de los pies grandes eran los más codiciados, sin lastimaduras, nadie conocía su método de caza. Un estero era el que más visitaba: el que daba al fondo de la casa de Rosita y Lucaty que vivían solos. Nadie conocía donde moraba, con quién lo hacía, en realidad todo era incógnita en la vida de ese misterioso gigante de los montes y los esteros.

Decían que había perdido el habla y la conciencia aquella noche en que viajando a paso de hombre con su ajetreada alzaprima, una mujer se sentó en el tronco que estaba extrayéndole al monte y comenzó a hablar, él dialogaba con ella hasta que cuando quiso tocarla desapareció como desaparece el agua entre los dedos, como se escapa el aire al respirar, como se cubre la luna por unas nubes al pasar.

Lucaty era un hombre trabajador, no descasaba del alba al anochecer. La dura tarea del agricultor poco habituado al clima tan riguroso hacía que cuando apoyaba su cansado cuerpo en la almohada durmiera hasta el otro día de un solo tirón. Nada lo despertaba.
Agustín, conocido cazador de la zona, perseguía una noche iluminada por la luna, lo que sería su primer presa.

Escuchó el lento y característico trajinar de un carro y el plácido diálogo entre un hombre y una mujer. Protegido en la espesura del bosque logró espiar y OH! sorpresa, era “Máximo, el de los grandes pies” en su reconocida alzaprima con un inmenso rollizo atravesado de punta a punta y en un extremo una dama de cabellera como el trigal en flor, su piel, un pétalo de rosa y en su abdomen dibujada el fruto del amor. La diagonal de su visión no le permitió confirmar de quién se trataba.

Fue un domingo por la noche, la lluvia no paraba desde hacía varios días. Rosita ingresó a la sala de Asistencia Pública, a cargo de dos experimentados enfermeros, Barreiro y señora. Al ver el ingreso de “la polaca”, al enfermero se le erizó la piel. Su experiencia le decía que ese niño no nacería por vía natural. Era muy grande para la madre que lo había engendrado.

La noche tenebrosa, húmeda, con su manto de dolor, misterios, sombras y su inmensa fauces negra hizo presa de madre y feto. Se los devoró sin que los esforzados agentes de salud puedan evitarlos.

A Máximo, el de los grandes pies” se lo vio por última vez en el cementerio del pueblo, en una ocasión muy especial para él. Nadie se hubiera percatado de su ausencia a no ser por la espera indefinida y las preguntas insistentes a los pobladores, del camionero que esperaba su rollizo de quebracho colorado y del comprador de pieles que tuvo que conformarse con los perforados y rotosos cueros ofrecidos por los demás cazadores.



     
 
     
   
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-Septiembre de 2005

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