Debajo
de
un deslucido, añoso y sufrido olivo estaba Maximinsky con
una pértiga en la mano jugueteando con la tierra que trataba
de recuperarse del crudo invierno de su Kietov natal, allá
en Europa. Más preciso en Polonia.
Era aún un párvulo, sólo
que su envergadura física no decía lo mismo. Siendo
niño todos exigían de él un actuar de adulto.
Con apenas quince años ya medía un metro noventa
y cinco. No hallaba calzado que pudiera proteger sus enormes pies
que seguían creciendo. A veces se miraba y se preguntaba:
-¿Hasta cuándo seguirás creciendo?
Kietov era una gran campiña. Maximinsky
cumplía la función de pastor de ovejas. Realizando
esa tarea tenía suficiente tiempo para dedicar sus mejores
fantasías a la hija del puestero vecino -Rosita.
Su mejor amigo era Lucaty y juntos asistían a la escuela.
Maximinsky crecía cada día más
y más, su columna vertebral no podía soportar semejante
tamaño de huesos y comenzó a encorvarse. Su cabeza
era enorme, comparada con la de los demás, pero armónica
con su cuerpo. Los brazos largos culminaban en sendas manotas.
Para sostener toda esa humanidad requería
una fortalecida base, quizás por eso fue dotado de dos
enormes pies con los que se desplazaba con lentitud. Se movía
como pidiendo permiso un pié a otro hamacándose
en forma imperceptible. Tal vez su enorme desproporción
con los chicos de su edad y con la población en general
ha hecho que Maximinsky sea muy introvertido, silencioso y tímido.
En su silencio bullían palabras tiernas,
a veces pensamientos lujuriosos para su inigualable Rosita. Todos
sus planes incluían a la rubia fascinación de su
corazón. Jamás se atrevió a expresarle con
palabras lo que sentía por ella, no pudo revelarle que
en la soledad del campo había hecho una promesa, una entrega
y que estaba dispuesto a realizarla aunque eso le costara la vida.
El pertenecía desde ese instante a ella y a nadie más.
Rosita
estaba convencida de que él le
correspondía como sabía que ella era nada más
que de ese joven-gran hombre. Gozaba con verlo caminar lento y
se sabía en el paraíso cuando le regalaba su inocente
sonrisa de mancebo enamorado. Los separaba nada más que
la inmanejable timidez de él.
Lucaty era jovial, buen mozo, entrador, orgulloso,
vanidoso, de buen pasar económico, siempre obsequiaba una
frase halagadora. Fue introduciéndose en la mente de Rosita
pero no en su corazón. Sus diálogos eran cada vez
más frecuentes, la inexperta dama creía de esa manera
estimular y despertar el adormilado coraje de su verdadero amor.
- Tal vez así se anima y se decide- pensaba.
Maximinsky mutó sus sentimientos y un
odio feroz invadía el espacio reservado a su mejor amigo.
La guerra era inminente, la invasión a Polonia inevitable.
Comenzaron los éxodos, en especial de las personas pacíficas.
Se vivía una locura colectiva. Prevalecía por sobre
todos los valores el instinto de conservación.
Rosita y Lucaty deciden unirse y huir en busca
de un destino feliz. En el primer barco que amarró en puerto
se introdujeron de polizón hacia las Américas. Maximinsky
lloró la ausencia repentina de su amor. Se torturaba por
su cobardía. Odiaba no haber tenido el valor suficiente
para retener a su lado a la única motivación de
su existencia.
Soñaba con ella, a veces la veía
sufrir, llorar por el maltrato del ocasional compañero,
estaba convencido que si huyó con Lucaty fue nada más
para salvar su pellejo. Razonando así se consolaba. Muchas
veces pensó que no tenía sentido continuar por la
vida.
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Cuando
las tropas enemigas comenzaron la invasión pudo hacer lo
suyo y junto a otros pacíficos de Kietov huyeron también
hacia las Américas. Para suerte de Maximinsky sus ocasionales
acompañantes conocían el paradero de la pareja que
zarparon hacía ya un tiempo.
En un verano ardiente llegan a Gran Guardia,
donde su ex amigo y su ingrata amada se habían instalado.
Halló allí muchos polacos, ucranianos y rusos con
los que trató entablar alguna relación. El primer
domingo, en ocasión de participar del culto religioso,
clavó sus pupilas color del tiempo en las celestes de su
primer y único amor.
Ella con discreción correspondió
a su mirada y saludó con un brillo especial en sus ojos,
a la vez que hojeaba sin atención las páginas de
la Biblia, sin comprender lo que allí estaban escritos.
Lucaty
en cambio lo desconocía. Lo ignoraba.
Pasó el tiempo y Maximinsky ahora “Máximo
el de los grandes pies”, “Máximo p’y
guasú” se recluyó en el monte extrayendo del
mismo los mejores y mayores troncos de quebracho colorado para
la fábrica de tanino. No lo detenía, ni el mal tiempo
ni la falta de caminos. Con su alzaprima se lo veía silencioso
salir del monte como una sombra errante, sumido en su mutismo
acercando el preciado tesoro rojo.
Por las noches colgadas al hombro una larga cuerda
de yute, se instalaba orillas de los esteros. Los cueros de yacaré
ofrecidos por el enigmático hombre de los pies grandes
eran los más codiciados, sin lastimaduras, nadie conocía
su método de caza. Un estero era el que más visitaba:
el que daba al fondo de la casa de Rosita y Lucaty que vivían
solos. Nadie conocía donde moraba, con quién lo
hacía, en realidad todo era incógnita en la vida
de ese misterioso gigante de los montes y los esteros.
Decían que había perdido el habla
y la conciencia aquella noche en que viajando a paso de hombre
con su ajetreada alzaprima, una mujer se sentó en el tronco
que estaba extrayéndole al monte y comenzó a hablar,
él dialogaba con ella hasta que cuando quiso tocarla desapareció
como desaparece el agua entre los dedos, como se escapa el aire
al respirar, como se cubre la luna por unas nubes al pasar.
Lucaty era un hombre trabajador, no descasaba
del alba al anochecer. La dura tarea del agricultor poco habituado
al clima tan riguroso hacía que cuando apoyaba su cansado
cuerpo en la almohada durmiera hasta el otro día de un
solo tirón. Nada lo despertaba.
Agustín, conocido cazador de la zona, perseguía
una noche iluminada por la luna, lo que sería su primer
presa.
Escuchó el lento y característico
trajinar de un carro y el plácido diálogo entre
un hombre y una mujer. Protegido en la espesura del bosque logró
espiar y OH! sorpresa, era “Máximo, el de los grandes
pies” en su reconocida alzaprima con un inmenso rollizo
atravesado de punta a punta y en un extremo una dama de cabellera
como el trigal en flor, su piel, un pétalo de rosa y en
su abdomen dibujada el fruto del amor. La diagonal de su visión
no le permitió confirmar de quién se trataba.
Fue un domingo por la noche, la lluvia no paraba
desde hacía varios días. Rosita ingresó a
la sala de Asistencia Pública, a cargo de dos experimentados
enfermeros, Barreiro y señora. Al ver el ingreso de “la
polaca”, al enfermero se le erizó la piel. Su experiencia
le decía que ese niño no nacería por vía
natural. Era muy grande para la madre que lo había engendrado.
La noche tenebrosa, húmeda, con su manto
de dolor, misterios, sombras y su inmensa fauces negra hizo presa
de madre y feto. Se los devoró sin que los esforzados agentes
de salud puedan evitarlos.
A Máximo, el de los grandes pies”
se lo vio por última vez en el cementerio del pueblo, en
una ocasión muy especial para él. Nadie se hubiera
percatado de su ausencia a no ser por la espera indefinida y las
preguntas insistentes a los pobladores, del camionero que esperaba
su rollizo de quebracho colorado y del comprador de pieles que
tuvo que conformarse con los perforados y rotosos cueros ofrecidos
por los demás cazadores.
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