
Pasaron
varios minutos hasta que benigna, mi amiga la chipera, terminaba
de enjugarse las lágrimas con un gran pañuelo en
el que, un corazón y la letra R, parecían retozar
entre florecillas multicolores. Después de un largo y resignado
suspiro, se quedó en nostálgica postura.
Inesperadamente, sacó del bolsillo de
su delantal una pequeña tijera y se dedicó a recortar,
en un casi perfecto cuadrado, la punta del pañuelo donde
el corazón y las florecillas habían convivido armoniosamente
durante muchos años, amparados por la letra R.
La circunstancia quiso que, desde ese momento,
pasaran a integrar un mundo de hojas a las que, el otoño,
también les había dado el mismo destino: las veredas
de la ciudad. Finalizando el preludio de lágrimas y tijera
y con esa serena resignación que, casi siempre sucede a
un rapto emocional, me contó que su marido se había
ido, dejándola con tres hijos y un rancho a medio pagar.
La nostalgia se apoderó nuevamente de
su espíritu y se remontó a tiempos atrás
cuando, en su lejano pueblo natal, su madre le había confeccionado
a mano el vestido de novia y un ramito de azahar y jazmines de
papel crepe. De cómo su abuela paterna y su tía
María, le prepararon el ajuar de humilde novia de pueblo;
con lienzo lavado y puesto a blanquear al sol, adornado con hilos
de brillantes colores y randas de ñandutí. Todo
lo cual fue cuidadosamente acomodado en un gran baúl de
madera y cuero que, por generaciones, había pertenecido
a la familia.
El futuro marido, aportaba a la humilde dote
de Benigna, la firme promesa de un trabajo de albañil,
en un barrio de nuevas viviendas que estaba construyendo el gobierno
de la provincia. Durante un tiempo, todo les fue bien. El marido
tenía trabajo fijo y en esa seguridad económica
tuvieron los tres hijos. Después sucedieron cosas, y Ramón
perdió su empleo
.
Un “políticolento” (según
la expresión de Benigna), que anduvo por el barrio prometió
ocuparse del asunto pero, la mano vino mal. La mujer tuvo entonces
que afrontar la situación y decidió hacer chipas
para vender. Benigna había heredado de sus mayores, esos
conocimientos elementales y prácticos que, por instinto,
afloran en los momentos difíciles: hacía unas chipas
que eran la admiración de comadres y vecinas.
Alentada por el éxito obtenido con su pequeña industria,
decidió salir del ámbito del barrio, para ubicarse
con un gran canasto, en una esquina céntrica de la ciudad.
Desde que Ramón perdió su empleo,
no hacía otra cosa que no fuera tomar tereré todo
el día y lanzar sapos y culebras, contra el gobierno, políticos
y afines. Cuando el negocio se amplió, terminó por
ceder a los ruegos de su mujer y se encargó de cortar la
leña y encender el fuego en el horno de barro. Fueron pasando
los días sin que la familia tuviera mayores problemas.
|
|
Pero, desde aquella vez, que Ramón le
manifestara que dormiría solo, en el catre que tenían
reservado para los huéspedes en el galponcito del fondo;
porque quería “desparramarse má mejor”
para dormir, recién Benigna cayó en la cuenta que,
desde hacía un tiempo, andaba medio tristón y retobado.
Pensó que le pasaría y no le llevó el apunte.
Así estaban las cosas…; hasta que
una tarde, al volver la mujer se su trabajo, no encontró
a su marido en la casa. Se había ido sin rumbo fijo, a
juzgar por la esquela que dejó sobre la mesa y que tan
trabajosamente deletreó Benigna. Al contarle a su comadre
Juana la ingrata novedad, ésta le aconsejó que “enseguidita
nomá”, fuera a hacer la denuncia correspondiente
y que después irían a la payesera porque, seguramente
que a Ramón lo “engualichó” alguna “mitá
cuña” de minifalda.
Una vecina, le comentó que una vez escuchó
por la radio, algo relacionado con el divorcio y que ella llevaba
las de ganar, si tenía un papel firmado por el comisario
de la policía del lugar; donde constara que su marido había
hecho abandono del hogar. Muchos consejos y sugerencias recibió
de todas partes la acongojada Benigna. Como era una mujer sencilla,
le pareció que, a pesar de la buena intensión de
comadres y vecinas, todo estaba ya complicándose demasiado.
Optó por lo que, según su criterio,
correspondía hacer. No hallaba la razón por la cual
debía denunciar a Ramón por abandono del hogar:
él, había cumplido al avisarle que se iba. No la
abandonó; simplemente, se fue. Tampoco era correcto que
lo demandara por alimentos para sus hijos porque, de eso, hacía
tiempo que ella se ocupaba, con la venta de chipas.
Dio
por terminado el asunto en los estrados de su propia
conciencia y según su personal y práctica manera
de legislar: imprimió al caso un rápido trámite
final, uniéndose de una tijera, con la cual confeccionó
un sello. Cuadrado con un corazón y la letra R, que reemplazó
al consabido “Tomado conocimiento, Archívese”.
|