Sentado;
con la mirada perdida en las profundas lejanías del infinito,
acompañado solamente por el monótono canto del silencio,
quedábase horas… horas… y horas esperando.
-¿Esperando qué?- Sólo su corazón
incomprendido para terceros, quizás podría aclararlo.
Hasta con cierto temor, me atreví un día
luego de varias jornadas transcurridas, acercarme para intentar
un diálogo. Tomé asiento en una piedra cercana y
arrojando disimuladamente pequeños cascotitos a las tranquilas
aguas del arroyo, que por su pasividad espejaban el alma de ese
pequeño cauce, me atreví iniciar mi charla.
Primero hablamos de “Bueyes perdidos” y luego
cuando observé que iba adquiriendo más confianza
en mí, le pregunté: -Discúlpame por favor
la curiosidad. Hace varios días que observo te sientas
en el mismo lugar y te quedas ahí, como si esperaras a
alguien. ¿Es así, o estoy equi-vocado?.
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-No,
no te equivocas en absoluto. Vengo aquí todos los días
con la esperanza que mi madre fallecida hace ape-nas un mes, se
llegue hasta el tranquilo lugar para con-versar conmigo.
–La extraño tanto…tanto…tanto…que
no te imaginas y además estando en este sitio sólo,
me da la sensación que la tenue brisa que acaricia mi rostro,
fueran sus dedos o su suave aliento que roza mi piel para besarme,por
eso vengo diariamente a encontrarme con ella.
-¿Sabes?, las madres no debieran morir
nunca; ten-drían que ser eternas como eterno fue el amor
divino que Dios legó a la humanidad al crearlas. Al recibir
esta respuesta tan sencilla como acertada y emotiva, lo saludé
y regresé a casa.
-Cuando vi a mi madre desde lejos que estaba
en el patio, le agradecí al Señor tenerla y dándole
un beso, le dije al oído: ¡Gracias por ser mi mamá;
te quiero mucho…mucho…mucho!.
-¿Dónde estuviste esta mañana?
-Estuve cerca del arroyo conversando con un joven, mientras esperaba
a su mamá.
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