Teodoro Babbini
 
 

Sentado; con la mirada perdida en las profundas lejanías del infinito, acompañado solamente por el monótono canto del silencio, quedábase horas… horas… y horas esperando. -¿Esperando qué?- Sólo su corazón incomprendido para terceros, quizás podría aclararlo.

Hasta con cierto temor, me atreví un día luego de varias jornadas transcurridas, acercarme para intentar un diálogo. Tomé asiento en una piedra cercana y arrojando disimuladamente pequeños cascotitos a las tranquilas aguas del arroyo, que por su pasividad espejaban el alma de ese pequeño cauce, me atreví iniciar mi charla.

Primero hablamos
de “Bueyes perdidos” y luego cuando observé que iba adquiriendo más confianza en mí, le pregunté: -Discúlpame por favor la curiosidad. Hace varios días que observo te sientas en el mismo lugar y te quedas ahí, como si esperaras a alguien. ¿Es así, o estoy equi-vocado?.



 

-No, no te equivocas en absoluto. Vengo aquí todos los días con la esperanza que mi madre fallecida hace ape-nas un mes, se llegue hasta el tranquilo lugar para con-versar conmigo.

–La extraño tanto…tanto…tanto…que no te imaginas y además estando en este sitio sólo, me da la sensación que la tenue brisa que acaricia mi rostro, fueran sus dedos o su suave aliento que roza mi piel para besarme,por eso vengo diariamente a encontrarme con ella.

-¿Sabes?, las madres no debieran morir nunca; ten-drían que ser eternas como eterno fue el amor divino que Dios legó a la humanidad al crearlas. Al recibir esta respuesta tan sencilla como acertada y emotiva, lo saludé y regresé a casa.

-Cuando vi a mi madre desde lejos que estaba en el patio, le agradecí al Señor tenerla y dándole un beso, le dije al oído: ¡Gracias por ser mi mamá; te quiero mucho…mucho…mucho!.
-¿Dónde estuviste esta mañana?
-Estuve cerca del arroyo conversando con un joven, mientras esperaba a su mamá.

     
 
   
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-Noviembre - Diciembre de 2005
 
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